Cómo se amaba, odiaba y mataba en la Edad Media

Hermanos arrojados de por vida a calabozos, padres que dejaban morir a un hijo para no pagar rescate, violación pública de una pariente para humillar al marido... Lindezas de la vida familiar en la Europa feudal

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Grupo Claridad acaba de reeditar La Sociedad feudal, el clásico de Marc Bloch, autor que revolucionó los estudios históricos al incorporar a la cronología político militar el enfoque de otras ciencias sociales, como la sociología y la antropología.

Hoy estamos acostumbrados a que la vida "privada" pasada sea también materia de estudio, pero cuando Bloch publicó La Sociedad feudal, en 1940, su libro transformó el modo de contar la historia. Fue el primero en hablarnos de la psicología del hombre de la Edad Media, un tiempo violento e inestable en el que se vivía bajo constante amenaza de saqueos, venganzas y guerras, pero también de hambrunas y epidemias. Tiempos en los que los hombres buscaban ponerse al abrigo de estas contingencias mediante el establecimiento de relaciones de vasallaje.

Michel Volle, especialista en historia económica, señala en una reseña sobre Bloch que "la solemnidad de los juramentos apuntaba a grabar en las memorias los compromisos que ningún documento escrito sancionaba". "El día en que se prestaba juramento, se hacía venir a un niño y se lo abofeteaba para que guardase el recuerdo y pudiese dar testimonio hasta la edad adulta", agrega.

"La mafia, con sus padrinos, consiglieri y matones, y sus territorios controlados por familias, es en el mundo moderno una reminiscencia del orden feudal"

Pero Volle advierte que no debemos creernos muy lejos de aquellos tiempos: "La mafia, con sus padrinos, sus consiglieri, sus lugartenientes y pistoleros, con su distribución de territorios controlados cada uno por una familia, constituye en el mundo moderno una reminiscencia del orden feudal".

Por eso vale la pena sumergirse en las páginas de este clásico sobre el surgimiento y desarrollo del feudalismo en la Europa occidental y central, en los siglos IX a XIII. Aunque la obra abarca todos los planos de la estructura feudal, social, económico, político y cultural, nos referiremos aquí al capítulo que Bloch dedica al "carácter y vicisitudes del vínculo de parentesco".

El historiador señala que, contra lo que se cree, los linajes no constituían un vínculo que forzara a la lealtad absoluta. Con frecuencia, la familia era otro campo de batalla, propicio para "las querellas más atroces". Dice Bloch: "Bastaría examinar la historia de las casas principescas; seguir, por ejemplo, de generación en generación, el destino de los Anjou (...); la guerra 'más que civil' que durante siete años enfrentó al conde Foulque Nerra [965/970 - 1040] con su hijo Geoffroi Martel; Foulque le Réchin [El Pendenciero], después de haber desposeído a su hermano, lo arroja a un calabozo para soltarlo luego de dieciocho años, completamente loco; bajo Enrique II, los odios furiosos sentidos por los hijos contra el padre; por último, el asesinato de Arturo por su tío, el rey Juan".

"En la categoría inmediata inferior –sigue diciendo Bloch-, se sitúan las sangrientas disputas de la nobleza alrededor de su castillo familiar, como, por ejemplo, la aventura de aquel caballero de Flandes que, arrojado de su casa por sus dos hermanos, vio cómo éstos asesinaban a su joven esposa y a su hijo, y después mató por su propia mano a uno de los asesinos".

Bloch cita también el ejemplo de la saga de los vizcondes de Comborn, empezando por Archambaud "que, vengador de su madre abandonada, mata a uno de sus medio hermanos tenido por su padre con otra mujer después de repudiada la primera". Nada de familias ensambladas.

"A su vez, Archambaud –sigue el relato- deja tres hijos. El mayor, que hereda el vizcondado, muere pronto sin otro heredero que un niño. Desconfiando del segundo de sus hermanos, había confiado a Bernardo, el menor, la guardia de sus tierras durante la minoría. Llegado a la mayoría de edad, el infante Eble reclama en vano su herencia".

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Aquí es cuando Eble, todavía adolescente, llegará hasta a ultrajar a su tía, en un vano intento por recuperar lo que le corresponde. La trama de esta venganza se parece a la de las series televisivas de éxito actual: "Gracias a mediaciones amistosas, (Eble) obtiene, a falta de otra cosa mejor, el castillo de Comborn. Allí vive con la furia en el corazón hasta el momento en que, habiendo por azar capturado a su tía, la viola públicamente, esperando así obligar al marido ultrajado a repudiarla. Bernardo acoge a su mujer y prepara la venganza. Un día aparece ante los muros con una pequeña escolta, como para fanfarronear. Eble, que se levantaba de la mesa, con la cabeza turbia por los vapores alcohólicos, se lanza locamente a perseguirlo. A alguna distancia, los pretendidos fugitivos se vuelven, se apoderan del adolescente y lo hieren de muerte. Este fin trágico, las injusticias sufridas por la víctima y, sobre todo, su juventud conmovieron al pueblo; durante muchos días, se hicieron ofrendas sobre su sepultura provisional, en el mismo lugar donde había caído, como si se tratase de las reliquias de un mártir. Pero el tío perjuro y asesino [conservó] tranquilamente la fortaleza y el vizcondado".

Analiza Bloch al respecto: "En esos siglos de violencia y de nerviosismo, los vínculos sociales podían pasar por ser muy fuertes e incluso mostrarse con frecuencia como tales, y encontrarse, sin embargo, a merced de un rapto de pasión. Pero aparte de estas brutales rupturas provocadas por la avaricia tanto como por la cólera, es evidente que en las circunstancias normales, un sentido colectivo muy vivo se acomodaba con facilidad a una mediocre ternura entre las personas. Como quizás era natural en una sociedad donde el parentesco era concebido como un medio de ayuda mutua, el grupo contaba mucho más que sus miembros tomados uno a uno."

Lo ilustra con una anécdota tomada de La Historia de Guillermo el Mariscal, que debemos a su escudero John D'Erlay y que constituye una fuente sobre el reinado de Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra: "Como Juan, mariscal de Inglaterra, rehusase, a pesar de sus compromisos, devolver una de sus fortalezas al rey Esteban, sus enemigos lo amenazaron con ejecutar a un hijo que hacía poco había dado en rehén: 'Qué me importa el niño', respondió nuestro hombre, '¿no tengo todavía los yunques y los martillos con que forjar otros más bellos?'".

"El matrimonio –dice Bloch- no era con frecuencia (...) sino una asociación de intereses y para las mujeres una institución de protección. Recuérdense, en el Poema del Cid, las palabras de las hijas del héroe cuando éste les anuncia que las ha prometido a los infantes de Carrión. Las jovencitas que, naturalmente, nunca han visto a sus futuros maridos, le dan las gracias: 'Cuando nos hayáis casado, seremos ricas damas'".

Las segundas nupcias no eran bien vistas por la Iglesia pero eran una cuestión de orden –daban cauce a los deseos carnales- y de supervivencia, en especial para la mujer. "[En 1119, el rey Balduino II de Jerusalén] se impuso como deber el conservar a los huérfanos su herencia y el procurar a las viudas nuevos esposos. Y, de seis de sus caballeros que murieron en Egipto, Joinville anota con simplicidad: 'convino que sus mujeres se casasen de nuevo las seis'. A veces, la misma autoridad señorial intervenía imperiosamente para que fuesen 'provistas de maridos' las campesinas a las que una inoportuna viudez impedía cultivar bien los campos o cumplir las prestaciones prescritas".

Otra contravención a los preceptos morales de la Iglesia –que proclamaba la indisolubilidad del vínculo conyugal- eran las repudiaciones. "Un testimonio, entre mil, lo constituyen las aventuras matrimoniales de Juan "el Mariscal" –escribe Bloch, citando nuevamente al escudero-. Había tomado una esposa de alto rango, dotada, según el poeta, de todas las cualidades de cuerpo y de espíritu: 'estuvieron juntos con gran alegría'. Pero, por desgracia, Juan tenía un 'vecino demasiado poderoso', con el que era prudente conciliarse; despidió a su encantadora mujer y se unió a la hermana de este peligroso personaje".

Esta descripción de querellas familiar no debe hacer pensar que este genial historiador francés –de trágico destino, como veremos- era un simple chimentero del pasado: junto con Lucien Febvre, Bloch fue el fundador de una nueva escuela histórica, llamada Escuela de los Anales, por el nombre de la revista que ambos habían creado en 1929, Annales d'histoire économique et sociale.

Bloch apela a estos ejemplos para sustentar su descripción de esta sociedad y la tesis de que las relaciones feudales, la promesa de servicios y lealtad de un campesino a un señor o de un caballero a otro de rango superior a cambio de protección, se desarrollarán con más fuerza en las regiones donde los linajes familiares no estaban tan claramente establecidos. Y una de las razones para esta inestabilidad del parentesco era que se aceptaba la filiación tanto por vía paterna como materna.

"La gens romana –explica Bloch- debió el excepcional rigor de su organización a la absoluta primacía de la descendencia por línea masculina. Pero nada igual se encontraba en la época feudal –argumenta-; en el Occidente medieval el parentesco tomó o conservó un carácter bipartito". Es decir que "los vínculos de alianza por las mujeres contaban casi tanto como los de la consanguinidad paterna".

Esto se refleja, dice Bloch, en los nombres. Especialmente en la inexistencia del apellido. Si bien la filiación era marcada por uno de los componentes del nombre, éste podía ser tomado tanto del padre como de la madre. Juana de Arco, personaje emblemático de la historia de Francia, se presentaba ante los jueces que la enviarían a la hoguera del siguiente modo: "A veces se me llama Juana d'Arc, y, a veces, Juana Romée". Esto se debía a que era hija de Santiago d'Arc y de Isabel Romée. Aunque pasó a la historia con el nombre del padre, la costumbre en ese entonces era "que las muchachas llevaran el apellido de su madre".

"Esta dualidad de relaciones traía graves consecuencias, dice Bloch. Los deberes eran rigurosos, pero el grupo demasiado inestable para servir de base por completo a la organización social. O lo que es peor: cuando dos linajes se enfrentaban, podía ocurrir que un mismo individuo perteneciese, a uno, por el lado de su padre, y al otro, por el de su madre, a los dos a la vez. ¿Cómo elegir? ¡Cuánta fragilidad interna en un sistema familiar que obligaba (...) a admitir como legítima la guerra entre dos hijos de un mismo padre, si, siendo de madres diferentes, se encontraban mezclados en una venganza entre sus parentelas maternas!".

El parentesco era un atenuante en el delito de venganza. Se podía matar incluso para vengar a un pariente muy lejano. Pero poco a poco, las autoridades, el incipiente Estado, irán limitando estos derechos de venganza, acortando el rango de parientes por los cuales era lícito desenvainar la espada. De las extensas parentelas de antaño se irá pasando progresivamente a la familia nuclear actual. Un proceso de siglos, pero que empieza a delinearse en estos mismos tiempos medievales en una evolución que, apunta Bloch, no tendrá el mismo ritmo en todas partes.

"Una vez que la protección del Estado se hizo más eficaz, estas renuncias (a vivir bajo el abrigo de la parentela) se hicieron menos peligrosas", dice Bloch. Es entonces cuando hará su aparición algo que, de tan corriente hoy, olvidamos que es una convención social: el apellido.

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"Es curioso, pero no inexplicable, que este período, en el que las amplias parentelas de las épocas anteriores comenzaron a separarse de este modo viese, precisamente, la aparición de los nombres de familia (apellidos), si bien bajo una forma aún rudimentaria", dice el historiador.

"A partir del siglo XII en particular, se tomó la costumbre de añadir al nombre único que se usaba hasta entonces –nuestro nombre de pila actual– un apodo o, a veces, un segundo nombre", dice Bloch, y serán "las transformaciones del derecho ya familiarizado con el documento escrito, y las de la mentalidad" las que de a poco convertirán ese segundo nombre en hereditario y, por lo tanto, patronímico.

Los primeros en adoptar la costumbre del apellido, cuenta Bloch, serán los miembros de la alta aristocracia porque la mayor movilidad les generaba la necesidad de mantener el apoyo familiar a distancia. Luego, la costumbre se transmitió a la burguesía de las ciudades, cuyos miembros también eran más proclives a los viajes y a las actividades comerciales y a asociarse para los negocios.

"Para el individuo amenazado por los múltiples peligros de una atmósfera de violencia, el parentesco no presentaba una protección suficiente"

Así expone finalmente Bloch su tesis: "El período que vio el florecimiento de las relaciones de protección y de subordinación personales, características del estado social que llamamos feudalismo, estuvo marcado igualmente por un verdadero estrechamiento de los vínculos de la sangre. Debido a la inseguridad de los tiempos y a que la autoridad pública carecía de vigor, el hombre tenía una conciencia más viva de sus relaciones con los pequeños grupos, cualesquiera que fuesen, de los que podía esperar ayuda. (...) Sin embargo, para el individuo amenazado por los múltiples peligros de una atmósfera de violencia, el parentesco, aun en la primera edad feudal, no presentaba una protección que se considerase suficiente. Era, sin duda, bajo la forma en que se presentaba entonces, demasiado vaga y variable en sus contornos y demasiado contaminada, interiormente, por la dualidad de las descendencias, masculina y femenina. Por esta causa, los hombres tuvieron que buscar o sufrir otros vínculos. Tenemos acerca de esto una experiencia decisiva: las únicas regiones donde subsistieron poderosos grupos agnaticios –tierras alemanas de las orillas del mar del Norte, comarcas celtas en las islas– ignoraron al mismo tiempo el vasallaje, el feudo y el señorío rural. La fuerza del linaje fue uno de los elementos esenciales de la sociedad; su debilidad relativa explica que existiese el feudalismo".

La Escuela de Anales dejó como herencia una nuevo tipo de Historia, más centrada en la llamada "larga duración", es decir, la lenta evolución de la sociedad, de las relaciones de parentesco, de las clases y los vínculos sociales, de los modos de producción y de las mentalidades. Y una nueva metodología que incorporó definitivamente el enfoque y la cooperación interdisciplinarios.

Claro que algunos seguidores de Anales cayeron en el exceso de despreciar totalmente la sucesión de acontecimientos, el papel del individuo y la cronología. Incluso la historia política fue sacrificada. Como bien señala Olivier Chelzen, uno de los riesgos fue "la disolución de la historia y su transformación en una sociología dinámica".

Pero eso no es culpa de Marc Bloch, cuya obra iluminó las reglas de funcionamiento de una sociedad compleja, los factores que las determinaban y, al mismo tiempo, las contradicciones que explicarían su evolución.

Aunque su libro es de lectura obligada en muchas universidades, la escritura de Bloch, erudita y simple a la vez, es totalmente accesible a cualquier lector.

Héroe de la Resistencia francesa, Marc Bloch fue fusilado por los nazis en 1944

Queda por decir que Marc Bloch, nacido en 1886 en Lyon, sudeste de Francia, en el seno de una familia judía, fue fusilado por los nazis el 16 de junio de 1944. Combatiente de la Primera y de la Segunda Guerra, fue condecorado dos veces con la Cruz de Guerra y la Legión de Honor, en 1940, al producirse la ocupación de Francia por los alemanes, se unió a la Resistencia.

Fue en los años 20, en la universidad de Estrasburgo, ciudad que había vuelto a ser francesa, cuando Marc Bloch empezó a brillar por sus estudios y sus clases de historia. Su obra renovó y prestigió la historiografía francesa.

Al estallar la segunda guerra, aunque ya tenía 53 años, Bloch se volvió a alistar. El gobierno colaboracionista de Vichy le quitó todos sus cargos públicos, allanó su domicilio y secuestró sus libros. En 1942, el historiador, que no había dejado de escribir, pasó a la clandestinidad. Arrestado por la Gestapo en marzo de 1944, fue torturado y luego fusilado, junto a otros 29 resistentes, entre ellos, un muchacho de tan sólo 16 años, al que Bloch, dice un testigo, tomó del brazo para infundirle coraje en esa hora final.