Una implacable investigación sobre Campo de Mayo

En "El osario de la rebeldía", el periodista Enrique Vázquez aborda los brutales crímenes cometidos en el campo clandestino de detención durante la última Dictadura. Infobae publica un adelanto

Compartir
Compartir articulo
  162
162

— Acá. Acá se paró don Catalino — muestra con las dos manos hacia abajo el doctor Ramallo, aunque no parece muy convencido porque escruta entre los cardos como si se le hubiera perdido algo.




Si el terreno ha cambiado tanto de fisonomía en los últimos ocho años, resulta imposible imaginar cómo podía ser allá entre 1976-1980. Por de pronto, ahora está mucho más alto: ha sido objeto de una persistente labor de relleno.

cuadras para hacer las compras. Una vez al mes se ajustan las calzas negras y viajan hasta Escobar, al Banco Provincia o al Banco Nación, a cobrar los planes. Porque así se definen: «Somos todas planeras».


Mientras el doctor Ramallo hablaba, una figura venía acercándose desde lejos por la calle de tierra paralela al arroyo y a las vías. Ahora está más cerca: es un hombre de piernas cortas y aspecto macizo, con un morral en bandolera. Sigue de largo frente a las ¿casas? y se detiene a muy corta distancia del abogado. A una distancia impertinente. El calor licua los sesos y achicharra la planta de los pies. Pequeñas fogatas arden en casi todas las ¿esquinas? demarcadas por la acumulación de bolsas de basura. El aire cargado de humo irrita la vista. El hombre desafía con los ojos enrojecidos, aunque no

— No, tampoco. Somos de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos.


— No van a ver nada — avisa el hombre— porque los huesos están abajo. Y si vienen con las topadoras nos van a sacar y yo he comprado. Estoy pagando.


La jefatura de esa Zona IV estuvo a cargo del Comando de Institutos Militares, con asiento en Campo de Mayo. A todo efecto, el CIM se estructuró como un cuerpo del ejército con su propio estado mayor y las correspondientes jefaturas de administración, planeamiento y ejecución de órdenes.


En aplicación estricta de la Doctrina de Seguridad Nacional, cada zona se dividió en subzonas; la «ocupación territorial» supuso, además, militarizar las fuerzas policiales. En la Zona IV, desde antes del golpe, estuvieron intervenidas la comisarías clave de Villa Martelli, Tigre, Pilar y Escobar. Los sospechosos de «subversión activa», por más que hubieran sido detenidos legalmente por fuerzas policiales y registrados en el correspondiente libro de ingresos y egresos de cada comisaría, fueron trasladados de manera clandestina a Campo de Mayo. De los 5.000 presos que ingresaron a esa guarnición, sólo sobrevivieron 43.


El 24 de marzo de 1976 antes del mediodía llegaron camiones militares al Campo de Pestarino y comenzaron a alambrarlo formando una «V» en cuyo vértice inferior se instaló una tranquera como las de las estancias pampeanas, lo suficientemente ancha como para permitir el paso de vehículos de gran porte. Camiones o topadoras, por ejemplo. En aquel tiempo sólo era posible el ingreso por una especie de huella contigua al arroyo Pinazo que partía del andén de la estación y se perdía en esa zona baja aprovechada alguna vez como tosquera y que comenzaba a ser complementaria de La Quema municipal, ubicada a unos 500 metros en dirección al Este, hacia Maschwitz.


La Quema había sido escenario, en 1973, de una iniciativa propia de la época: los cirujas, al influjo de los militantes de la Juventud Peronista según ciertas referencias, o de «los troskos» según otras, habían pretendido constituirse en cooperativa. El grupo fue disuelto por la policía de Escobar y todos sus integrantes murieron en «enfrentamientos» inmediatamente posteriores al 24 de marzo de 1976, salvo alguno que decidió irse lejos. El oficial de calle de la comisaría primera de Escobar decidió que la mejor solución era poner al frente de La Quema a alguien de su confianza, para impedir la entrada de «personas indeseables». Designó a un tal Enrique Croce, que implementó un sistema de peaje de ingresos y egresos de personas y materiales, gracias al cual muy pronto estuvo sentado sobre una voluminosa parva de billetes. Eso sí, todos los meses se acercaba despacito el patrullero de Escobar, y Enrique Croce suspendía cualquier cosa que estuviera haciendo para cumplir con su obligación primordial: «Ahí viene Luisito a cobrar el sueldo», explicaba, si tenía interlocutores cerca. Metía una mano en el bolsillo, la pasaba por la ventanilla del auto, saludaba con una venia y volvía a La Quema con cara de satisfacción por el deber cumplido: todo estaba en orden.


Sobre aquella senda paralela a las vías, a 100 metros del ingreso al Campo de Pestarino, el día del golpe se instaló una barricada y a 200 un cartel: «Zona militar. Prohibido pasar». Durante tres años hubo soldados de guardia junto a la barricada y a un costado de la tranquera levantaron una garita de vigilancia, de la que invariablemente asomaba el caño de un fusil. El vecino más próximo estaba a diez cuadras, en los confines del barrio Amancay. En La Quema, a 500 metros, Enrique Croce controlaba quién entraba y quién salía, mientras su hijo, conocido como «Perkins» por su habilidad para arreglar motores gasoleros, movía palancas en la cabina de la retroexcavadora municipal.


"El osario de la rebeldía", de Enrique Vázquez (Planeta)