¿Mascheranizarnos es la cuestión?

Por Gustavo PerilliLos históricos logros argentinos sólo provinieron del esfuerzo y el arresto de quienes trabajaron y se atrevieron a desafiar metas posibles e imposibles

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Siendo argentino es prácticamente imposible no sentir pesadumbre por el subcampeonato mundial obtenido días atrás en Brasil. Con excepción del título periodístico que relacionó la sensación de decepción con las concepciones de default y recesión, por lo general se infundió aliento y optimismo. Se utilizaron vocablos como el de dignidad y orgullo, asociándoselos con mecanismos de transmisión de valores por medio del sacrificio y la inquebrantable voluntad de prosperar. El sentimiento social, sin embargo, navegó turbulentamente desde la euforia a la indiferencia al apreciar las distintas etapas de Messi y de la apatía a la emoción al regocijarse con las destrezas de las diferentes fases de Javier Mascherano durante el torneo. Tanto gravitó el "amor de primavera" social por "el primer Messi" y "el segundo Mascherano" que no se reclamó por la construcción de un equipo que, más allá de las indiscutidas cualidades técnicas individuales y los resultados, construya senderos inclusivos de capitalización de aprendizaje con premisas claras y concretas.

Se nos ha inculcado (pero seguramente poco retuvimos) acerca de los beneficios del trabajo coordinado y mancomunado, sin embargo siempre nos distrajimos señalando gestos (de humildad, por ejemplo) que no hacen tanto a la cuestión. Los reconocimientos de los históricos logros argentinos, en un número importante de casos y disciplinas (desde las académicas y artísticas hasta las de índole deportivo) sólo provinieron del esfuerzo y el arresto de quienes trabajaron y se atrevieron a desafiar metas posibles e imposibles. Luego, como sociedad, nos enteramos sorprendidos de las hazañas porque no participamos de su formación, ni siquiera del financiamiento de su trabajo (por el miedo al gasto público y la inflación, quizás). La televisión nos muestra los ganadores en los podios, las alfombras rojas y las entregas de premios en los tribunales científicos. Sólo cuando las millones de miradas azoradas detectan ese florecimiento del esfuerzo y la capacidad, emerge el interés social. Mascherano no es el primer argentino que arenga a sus compañeros, derrama virtudes y habla continuamente sobre las metas (ni será el último que lo hará). En cualquier deporte colectivo alguien siempre asume esa función que mantiene vivo el espíritu. En esto, "la única verdad es la realidad" (Aristóteles, 300 AC) con independencia de los títulos que banalizan sobre un "Mascherano y una Argentina posible" como si nuestros problemas se resolvieran "procreando Mascheranos".

Nuestras fallidas experiencias en materia macroeconómica constituyen la muestra cabal de todo lo que nos cuesta coordinar e incorporar esfuerzos (superar mezquindades y posicionamientos sociales heredados) y la razón por la que siempre sólo estamos expuestos a los avatares del destino (términos de intercambios favorables, bajas tasas de interés internacionales o Vaca Muerta, por ejemplo). No se esperaba que este fuese nuestro devenir como país a comienzos del siglo XX. "Paul Samuelson, Premio Nóbel de Economía de 1970//...//tuvo la audacia de predecir que la Argentina sería el país con mayor crecimiento de los años que vendrían (¡Cómo me equivoqué!, expresó años después//...//Simón Kuznets, Premio Nóbel de Economía de 1971, encontró que había cuatro categorías de países: desarrollados, subdesarrollados, Japón y ¡Argentina! Algo anómalo o distinto había en este país que hacía que las cosas no salieran como debían salir" (Fernández López, 2007). Las archiconocidas conclusiones de Samuelson y Kuznets describieron escuetamente nuestros históricos contrastes. El desarrollo de Samuelson incorporaba acervos de factores, recursos naturales y un proceso técnico endógeno armónico e imparable pero no contempló aspectos críticos tales como nuestra vidriosa calidad institucional, la tortuosa gravitación de la concentración del ingreso, los trágicos trastornos políticos (como la supresión de los poderes de la República aún en tiempos de democracia) sucedidos desde los días de la colonia y la constante búsqueda de reparaciones sociales diagramadas por movimientos heterodoxos, rechazadas de plano por el establishment (paradójicamente con el apoyo incondicional de la clase media). Las indomables inflaciones históricas y la doliente desocupación de los años noventa, disparadas por extravíos monetarios, fiscales y externos (condicionados por mercados dominados), han sido el reflejo fiel e ineludible de nuestras peripecias. Es bien conocido que "las instituciones políticas y económicas inclusivas no surgen por sí solas, sino que a menudo son resultado de un conflicto importante entre las elites que se resisten al crecimiento económico y al cambio político y las que desean limitar el poder económico y político de las elites existentes" (Acemoglu y Robinson, 2012). Bajo la violenta influencia de estas contraposiciones sociales, la inestabilidad macroeconómica se constituyó en el telón de fondo del individualismo y la imposibilidad de diseñar programas perdurables de trabajo.

Distinto ha sido el caso de Japón que, tras un esfuerzo social coordinado (en equipo), relativamente compulsivo y gradualmente internalizado, se propuso reformar instituciones y mecanismos de generación de incentivos desde fines del siglo XIX. "Cambió sus instituciones políticas, sociales y económicas en 1867, se tardó varias décadas para crear un enorme inventario de capital físico y humano y emprendió un esfuerzo privado y del Gobierno muy grande para promover la transparencia y la adaptación técnica//...//esto se interpreta con frecuencia como una aceleración del progreso técnico" (Maddison, 1995). Mientras que en la Argentina se sucedían gobiernos que claramente impulsaban la concentración del ingreso y el individualismo a través de la importación de "procesos llave en mano" desde Europa (incluso factor humano europeo porque no se le reconocía atributo alguno al criollo) y se incurría en galopantes endeudamientos, el régimen Meiji japonés implementaba reformas radicales a partir de una coordinación estatal que redujo drásticamente la hegemonía feudal. Se reformuló el sistema tributario y se rediseñó el sistema monetario y bancario, al tiempo que se promovió la implementación de esquemas de investigación y de especialización de estudiantes en carreras técnicas y superiores en el exterior. En Japón se debatieron tópicos de desarrollo económico a partir de una suerte de "learning by doing social".

Desde antaño, la Argentina libra batallas para resolver problemas enquistados en su estructura social. Si no nos percatamos por dónde pasa el eje del debate, no entenderemos nunca la naturaleza del combate que siempre se estuvo librando. Continuaremos aplaudiendo el inmenso trabajo y el sacrificio individual de nuestras glorias de la academia, el arte y el deporte que sólo valoraremos en los momentos en que los sistemas de información lo difundan, sin que nada sepamos sobre su esfuerzo y "la transformación de su producto". Debemos entender que es improductivo seguir devaluando involuntariamente las continuidades y minimizando las múltiples contribuciones del aprendizaje conjunto. No alcanza sólo con pintarnos la cara, comprar camisetas y banderas a mansalva y vivar a rabiar a Mascherano. Sí, en cambio, debemos bregar para que Sabella permanezca en su puesto de trabajo aunque los resultados de la próxima Copa América no acompañen. Siempre es posible corregir sin perder el norte, tal como, según el ejemplo, lo hizo Japón.

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Gustavo Perilli

es economista, socio en

y profesor de la UBA