Historias del shutdown: cómo resisten las verdaderas víctimas del cierre de gobierno en EEUU

Todos tienen algo en común: la semana pasada los mandaron a sus casas con licencia sin goce de sueldo debido a la disputa entre el presidente Barack Obama y el Congreso. "Intento que cada dólar ahorrado rinda lo más posible"

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 Reuters 163
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Son ingenieros con experiencia en investigación y vigilantes de parques que aún cursan la universidad, abogados que aplican leyes ambientales y ex soldados que tomaron trabajos civiles en el ejército tras regresar de la guerra. Al principio más de 800.000 trabajadores fueron afectados, pero el Pentágono ha reintegrado al trabajo a la mayor parte de sus 350.000 empleados con licencia.

Estos trabajadores gubernamentales se han dedicado a muy diversas actividades, tan variadas como las labores que desempeñan habitualmente. Algunos están reduciendo sus presupuestos en casa, cuidando lo que gastan en comida y asuntos prioritarios, con el temor de que pasen semanas antes de que reciban sus cheques de pago.

Mientras el Congreso y la Casa Blanca tratan de lograr un acuerdo que permita a los trabajadores cobrar cuando el cierre termine, hay gastos que no pueden esperar, ya sea cambiar un horno descompuesto que cuesta 6.500 dólares o comprar pañales para un bebé cuyo nacimiento está programado a fin de mes.

Estas son algunas historias de los trabajadores directamente afectados por la situación.

Cuando el cierre del gobierno entró en su segunda semana, Donna Cebrat se enfocó en hacer que cada dólar ahorrado rindiera lo más posible bajo la suposición de que quizá esté sin trabajo un mes o más.

"En lugar de cenar, comeré un tazón de cereal. Tal vez para el almuerzo y la cena. O iré a McDonald's por una hamburguesa del menú más barato", dijo Cebrat, de 46 años, quien trabaja en la oficina del FBI en Savannah, Georgia. "Hay muchos recortes al presupuesto, aunque antes no vivía de manera extravagante".

Cebrat trabaja en el procesamiento de solicitudes de acceso a los archivos del FBI. Vive sola en un suburbio de clase media y calcula que el dinero que ha ahorrado le alcanzará para vivir entre dos y seis meses.

Revisa a menudo las noticias sobre las negociaciones entre el presidente Barack Obama y el Congreso pero no lee noticias completas sobre el cierre del gobierno porque eso la deprime.

Cebrat ha pasado estos días reparando las paredes de su baño —la nueva tina, el sanitario y otros arreglos tendrán que esperar hasta al próximo año— y caminando por su barrio. Ha evitado ir a los centros comerciales y al cine.

Catherine Threat estaba sentada en un bar, escribiéndoles un mensaje a sus amigas en Facebook. "¿Cómo sirvo a mi país sentada en un banco del único restaurante de este pequeño pueblo situado en las orillas de una base de entrenamiento que está cerrada en su mayor parte?", escribió.

Esta sargento primero del ejército, de 40 años, regresó de Afganistán en julio y tomó un trabajo civil en Fort McCoy, en el centro de Wisconsin. Luego, la semana pasada, a ella y la mayoría de sus colegas se les extendió la licencia, una situación exasperante para una mujer que no está acostumbrada a estar sentada durante largo tiempo.

Por eso se fue a Chicago, donde ayuda a otros veteranos en el patrullaje de las calles para brindar seguridad a niños en edad escolar. No es muy diferente de las patrullas a pie que hizo en Afganistán durante tres años.

Dichos recorridos allí creaban presencia, construían lazos y desalentaban la violencia."Eso es lo que estamos haciendo aquí también", afirmó acompañada de otros veteranos afuera de una escuela primaria en un vecindario que sufre violencia de pandillas y otros crímenes.

Esa tarea duró poco. Threat recibió una llamada y regresó a Fort McCoy junto con cientos de empleados civiles. No cree que su regreso sea una victoria "porque aún hay mucha gente sin trabajo" debido al cierre. De cualquier manera, agradece la oportunidad de trabajar en Chicago. "A veces creo que esto casi ha sido mejor para mí. He recibido más de lo que estoy contribuyendo", afirmó mientras monitoreaba a los niños que caminaban junto a ella.

Jonathan Corso se sentó en su mesa del comedor, rodeado de indicios de una semana terrible. A sus pies estaba Dixie, el querido perro de la familia. El animal de mirada triste tiene cáncer terminal y un día antes le diagnosticaron un mes de vida. Bajo sus pies oía el ruido de los trabajadores que instalaban un nuevo horno de 6.500 dólares en su casa de Decatur, Georgia, porque el viejo se descompuso.

Corso estaba en su casa el viernes a las 9:30 de la mañana. Normalmente estaría trabajando en la oficina regional de Atlanta de la Administración para el Desarrollo Económico, una pequeña agencia federal que da apoyos a parques industriales, escuelas y gobiernos locales.

Corso, de 44 años, y su esposa Liza, que trabaja en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, recibieron licencias para no trabajar.

Hace pocos años sus trabajos parecían estables mientras otros empleados del gobierno y empresas locales sufrieron despidos o congelación de salarios. Ahora enfrentan esto.

Tienen ahorros, por lo que ellos y su hijo de 7 años no tendrán problemas financieros por algún tiempo. No todo ha sido malo: la pareja fue a almorzar junta un día a mitad de la semana. Corso, quien es maratonista, se ha levantado a correr sus 16 kilómetros (10 millas) diarias a las 6 a.m. en vez de hacerlo a las 4:45 a.m. usuales. Gracias a eso pudo dormirse más tarde viendo el juego de beisbol. "Tratamos de sacar lo mejor de esto", dijo Corso.